Estaba sentado en el borde mismo de la cascada. Mirando como el agua se desplomaba durante decenas de metros antes de chocar contra las piedras del río y se rompía en millones de partículas. Esas minúsculas gotas, como una llovizna perpetua, regaba de vida la tierra transformándola en selva. Columnas gigantescas de madera recubiertas de lianas, enredaderas y musgos. Cada palmo de luz era aprovechado. A cada minuto, se libraba la batalla por el espacio y el sol, nuevas plantas nacían y otras morían.
- El bosque de lluvia habla su propio idioma y tiene sus propias reglas.- Me dijo Antón. –Ven, quiero enseñarte algo.-
Después de andar durante algo menos de una hora, llegamos a un claro del bosque. Un pequeño poblado se abría hueco entre los árboles. La entrada estaba limitada por tres palos que hacían de puerta. Del travesaño colgaban algunas plumas y abalorios. El suelo, era de tierra rojiza, y las casas de caña y barro.
-Hoy es día de boda. Quiero que experimentes lo que yo sentí la primera vez que vine.- Sonrió Antón rejuvenecido.
Las mujeres cantaban a coro alrededor de la cabaña de la novia animándola a salir. Canciones antiquísimas, transmitidas de generación en generación.
-¿Qué dicen?- Pregunté.
-Palabras hermosas, de ánimo, de valor, de lealtad y de amor.- Antón disfrutaba. Había vivido ya muchas bodas y rituales en Bisoko, se sentía atrapado por aquella gente, por aquel poblado, por aquella selva que los rodeaba.
La novia dispuesta y arreglada para la ocasión, vestía plumas, y tenía el cuerpo pintado de ocre. Se detuvo un instante en el quicio de la puerta. Aún, la oscuridad la ocultaba a los testigos. Las voces de las mujeres se aceleraron invitando a la muchacha a dar un paso al frente.
Fue en ese instante, en que los rayos de sol cayeron sobre sus hombros de ébano e iluminaron su rostro cuando sentí que esos ojos me habían atrapado para siempre. Se llamaba Bisila.