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domingo, 6 de marzo de 2011

El taxi que nos trajo desde la frontera entre la República de Benin y Nigeria nos dejó debajo de un puente, allí donde había crecido un motorpark, de los numerosos que hay en Lagos. Es una zona con mucho movimiento, mucho tráfico, muy comercial, con una marea que de gentes que vienen y van. No hay espacio, no hay aceras, no hay aparcamientos. Encontramos un gran bus (3550Nairas=18€) que partiría en seis horas, esa misma noche. ¿Por la noche? Si, la idea era muy buena, cruzar el país de oeste a este por la noche y dormir todo el camino. Saldríamos de Lagos a la caída del sol y unas doce horas mas tarde llegaríamos a Calabar. La idea es buena en casi cualquier parte del mundo, pero de nuevo, íbamos a saltarnos una de las reglas básicas en África, no viajar de noche.

El bus narraba una vida pasada de viajes por Europa. Habría llegado a Nigeria en un gran barco cargado de coches, buses y camiones de segunda o tercera mano, desgastados por dentro y por fuera, que alargarían su existencia hasta que la chatarra dejara de rodar. Los mozos llevaban ya dos horas cargando el autobús con todo tipo de paquetes, cajas y sacos. Cuando se acabó el espacio en el maletero empezaron a jugar al “tetris” en la cabina de pasajeros. Pronto nos dimos cuenta que el bus era más un camión de mercancías que de personas. Desde la última fila fueron colocando bultos hasta mitad del autobús. Era tarde para arrepentirse cuando subí al bus con mi mochilón y me hicieron arrojarlo por el hueco de las escaleras de la puerta de atrás. Aquello parecía un agujero negro capaz de comerse infinito numero de maletas. La mía quedó encajada entre la puerta y el primer escalón, - espero que no abran la puerta durante el viaje -, pensé.


Daban las nueve de la noche cuando el bus salía de aquel barrio caótico, sucio y ruidoso de Lagos, y más de las diez cuando conseguíamos salir de la gran ciudad. La oscuridad dormía a unos y otros.

Media noche, atravesamos una zona boscosa, la claridad de la luna solo permite ver la silueta recortada de la selva que se vuelca sobre la carretera. Un estruendo estremece el mundo. Una ráfaga de ametralladora rompe el sueño. La sigue otra que rompe la calma. Miro a mi alrededor y veo a todo el pasaje metiendo la cabeza entre las piernas. Alguien grita ¡robbers!, otro se tumba en el pasillo del autocar. Se apagan las luces del interior sumiéndonos en una oscuridad total, el monstruo de metal acelera como poseso huyendo del lugar. Se escucha tráfico alrededor, quizás más buses, camiones, coches… da igual, esta noche no nos tocará a nosotros, pero el pensamiento de incertidumbre y miedo nos acompañará todo el viaje.

Con este panorama ya no te extrañan algunas cosas. Por ejemplo, que en una de las paradas donde estuvimos más de media hora, el conductor pusiera el bus en marcha para no detenerlo cuando una mujer empezó a gritar ¡falta uno, falta uno! Supongo que no debe hacer mucha gracia que te dejen en medio de la carretera, en noche cerrada, sin equipaje, y quizás sin dinero. Hubo discrepancias, cada uno daba su opinión acerca de si parar y recogerlo o seguir, pero el autobús ya no paró.
Clareaba el alba cuando entramos en Onitsha, y también pararíamos en Enugu, Umuhaia y Aba. Y llegaríamos a Calabar después de catorce horas. Bienvenido a casa.



1 comentario:

  1. Estamos deseosos de leer tus relatos...sobre el viaje a Benin.
    Un abrazo

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