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lunes, 13 de septiembre de 2010

Hubo un tiempo en que podías llegar andando a cualquier lugar. Los hombres andaban por la Tierra sin más limitación que las fuerzas de sus piernas. En mi mente desfilan escenas de películas. Personajes históricos como Willian Wallace recorriendo las colinas escocesas, o fantásticos como Bastian atravesando Fantasía a lomos de Atreyu. En aquella época, lejana, olvidada, las fronteras las ponían frases como: - "Jamás he pasado de aquí. Un paso más y será lo más lejos que estuve de mi casa." Las puertas infranqueables eran, naturalmente, caudalosos ríos o escarpadas montañas.

Esta leyenda romántica se tuvo que romper en algún momento del tiempo. Quizás cuando los reyes creyeron que levantando muros se podrían proteger del exterior. O quizás cuando los vaqueros del Far-West Americano convirtieron las llanuras de bisontes en ranchos para el rebaño. Después, la defensa de la propiedad privada hizo el resto. La tierra se repartió, y se troceó. Cada cual valló su parte. Todo el mundo quería su cacho. Se levantaron muros de piedra, vayas de alambre, se marcaron con estacas las fronteras, y con la punta del lápiz los mapas, se edificaron las paredes de la vergüenza. De aquí para allá es tuyo, pero de aquí para acá es mio.

El tráfico fue canalizado por las veredas de paso y las cañadas reales que luego han quedado tan olvidadas, como olvidados son ya los mansos comunales. Fueron sustituidas por calles y carreteras las primeras y por centros comerciales los segundos.

Ahora, los europeos tenemos suerte. Nuestras fronteras son algo más anchas. Pero es sólo una ilusión. Los controles de seguridad son tan exhaustivos que rozan lo ridículo. Todos estamos monitorizados, controlados, vigilados. En cualquier caso, siempre será mejor que salir a países donde los visados se negocian al regateo como tomates en cualquier mercado. A países donde necesitas mil permisos para moverte y residir.

Es normal, en el mundo en que vivimos, hay que controlar los movimientos migratorios. Hemos olvidado que el hombre debiera ser libre para llegar andando a donde le lleven sus piernas. La guerra al terror, la seguridad de la nación, el miedo a la inmigración... El miedo a la migración de los pobres. Los muertos de hambre, que podrían sin esfuerzo invadir el primer mundo, derribar la brecha entre la opulencia y la supervivencia, llamar a nuestra puerta y reclamar su derecho a comer, a no morir de sed, a no morir de fiebre amarilla (para la cual ya hay vacuna). Pero, eso no va a pasar. Todos sabemos que en el reparto saldríamos perdiendo. Que el sistema favorece la concentración de la riqueza y del poder. Y que el consumismo desmesurado de recursos que nos hace tan felices, es a costa de que más del setenta por ciento de la población del planeta viva en la miseria.

Ya no podemos ir andando a cualquier parte porque no queremos que nadie venga andando desde cualquier parte.

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