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domingo, 22 de mayo de 2011

Paso a paso, verso a verso. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Así empezaba mi blog, mi primera entrada. Entonces soñaba con viajar, con conocer lo desconocido, con despegar y encontrar mi sitio en este mar. De eso hace ya más de un año y queda tan lejos... sobrevolábamos el gran desierto del Sahara y un día después el verde de la selva del Delta del Níger. Entonces éramos novatos en una tierra donde todo es exagerado. Éramos vírgenes en enfermedades tropicales, en regateos y bendiciones religiosas. Eramos inocentes, ilusos, optimistas. Jamás había visto llover así, jamás había visto el sol tan cerca.

Un año en Nigeria es mucho más que un proyecto, es una experiencia vital de tal calibre que cambia tu vida. Porque Nigeria es dura, muy dura, y ni siquiera administrándola con cuenta gotas la puedes digerir. Ni siquiera escondiéndote dejas de sentirla. La realidad te alcanza, te sumerge, te aniquila. Pero no sólo he gastado mis botas en Calabar, los viajes al Norte de Nigeria, Camerún y Benin me han enseñado esta parte de África desde otra perspectiva aportándome una visión más completa. Cuando eres turista te crees aproximar, cuando eres viajero intentas enterarte de algo más, cuando resides aquí y luchas por entender, te das cuenta de que queda tanto por conocer que una vida entera no bastaría.

Ahora toca hacer recuento de vivencias: La sensación de felicidad infinita cuando el agua de las cascadas de Agbokin en medio de la selva me mojaba como una lluvia horizontal. La sonrisa de mis niños del orfanato, y la de aquella niña-gacela en las playas de Krivi. La playa de Ebodge estará siempre en mis sueños como un paraíso (aún sabiendo que su futuro está muy lejos del programa de conservación de tortugas marinas y de los bosques de pigmeos, y que parece ya sentenciado por la futura carretera y el futuro mayor puerto de Camerún). Mi primer viernes de rezo musulmán. La selva, el rainforest, los monos. Las telas teñidas con índigo. Los bosques de Hevea y su olor a látex. El león y los elefantes de la Pendjari. Las callejas de Zaria y su Durban. El país Somba...

Mi saca de experiencias está llena. Y mi estómago repleto de piñas, mangos y cocos que he comido de mil maneras. Pero también me llevo el alma herida, porque no asimilas la idea de las niñas prostituyéndose desde los 10 años, los huérfanos que deja el SIDA, la mala leche de los que se autoproclaman capaces para acusar a menores de brujería, no entiendes el contraste entre los podridamente ricos y pobres, y que sean sólo un puñado de ecologistas los que intentan salvar los pocos gorilas que quedan en estas montañas... Ahhh, experiencias... buenas y malas, pero bonitas.

Pero el proyecto llega a su fin, el año ha pasado, y toca volver a casa. Tengo miedo a la nueva adaptación, casi más que cuando preparaba la maleta para venirme. Volver a las comodidades es fácil, también la comida, la familia, los amigos, la playa... pero tras ese primer cálido abrazo siento que el corazón me latirá de otra manera, y aún no sé como, ese es el miedo, ¿Cómo habré cambiado?

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