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sábado, 17 de julio de 2010

Me levanto temprano. La casa aún duerme. La luz se filtra por la ventana iluminando incordiosamente toda la habitación. Dentro de mi mosquitera estoy a salvo. Es mi guarida, mi tienda de campaña, mi refugio. Leo algunas lineas de "León el Africano", de Amin Maalouf. Me lleva de la mano a Granada, en la época de decadencia musulmana. Asediada por los cristianos, Boabdil, no tiene más remedio que concluir la época más gloriosa de la ciudad entregándole las llaves a los Reyes Católicos. Más tarde, la conversión o el exilio.

Granada me enamora. Cada vez que la visito, sus callejas empedradas, sus flores, o sus gentes me enamoran. No puede ser casual, Granada tiene el embrujo de una ciudad que me transporta a tiempos pasados. Su mezcla de culturas, sus cármenes y sus fuentes. Sus barrios, sus cuestas, sus parques. Su sol, su nieve y su brisa. Una guitarra, un cabello al viento, la Alhambra reflejada en tus ojos. El flamenco dormido en mis entrañas circula por la sangre. La pasión, la magia.

Alguien desayuna en el comedor, con la cucharilla golpea el vaso intentando disolver la leche en polvo. Una silla chilla quejosa al ser arrastrada. Se abre la hora del desayuno, en cuestión de minutos acudiremos como lobos al comedero. Escalonadamente. Algunos aún dormidos, con el pijama pegado, con los ojos hinchados. Para darnos cuenta que hace dos días se acabó la mantequilla, que el zumo del desayuno se gastó en fiestas nocturnas, que nadie metió agua en el frigorífico y que el pan ha encontrado en las hormigas su protagonismo especial. Al menos, hay quien cada mañana calienta el agua para el café soluble. Y que un buenos días con una caricia, alimenta mucho más que un triste tazón de cereales limitado a cinco copos por persona.

16 Julio 2010

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